Desnudo del papagayo, Ignacio de Zuloaga (1906), Colección particular, foto cedida por Li Taipo |
Un papagayo (historia verdadera), una crítica thebussiana al estamento militar y a la sociedad del momento (I)
El cuento que editamos a continuación fue compuesto por Thebussem para la revista literaria Vida Nueva, donde apareció en el primer número de enero de 1899. La publicación, entre cuyos colaboradores figuraba desde su fundación el ilustre asidonense (ya en el número 2, de 19 de junio de 1898), fue dirigida en su primera etapa por Eusebio Blasco y contaba en su consejo de redacción con personalidades como Blasco Ibáñez, Mariano de Cavia o Pérez Galdós, y entre sus colaboradores con Castelar, Unamuno, Ramiro de Maeztu o Ángel Ganivet. Su ideario venía a recoger el llamado más tarde “espíritu del 98” y se sitúa por algunos entre el socialismo y el regeneracionismo, aunque más bien habría que pensar en un grupo que sólo excluye el reaccionarismo. La revista fue censurada por los arzobispos de Sevilla y Tarragona, quienes prohibieron a sus fieles su adquisición. Por otro lado, contribuyó, ya en su segunda etapa (Dionisio Pérez la dirige desde octubre de 1899) al descubrimiento de nuevos valores del momento como Valle-Inclán, Rubén Darío o Juan Ramón Jiménez.
Un papagayo (historia verdadera) sería reeditado ese mismo año en la antología de escritos thebussianos Futesas literarias (Barcelona, Juan Gili, “Colección Elzevir Ilustrada", 1899, pp. 109-118); en 1902, en la Cuarta ración de artículos (Madrid, Rivadeneyra, pp. 207-212); años más tarde en El Álbum Íbero-Americano (Madrid, 14 de julio de 1909, pp. 308-309); y muy recientemente, por Luis Puelles Romero, en “La Caja de oro“ y otros escritos del Dr. Thebussem (Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 2000, pp. 249-255). Aquí se indica erróneamente que el escrito es de 1900.
Un papagayo (historia verdadera)
A don Juan Navarro Reverter(1)
Por los años de mil ochocientos cuarenta y tantos vivían en una modesta casa de la calle de Francos, de Sevilla, frontera a la sombrerería de Calvo, dos muchachas graciosas y discretas que ganaban honradamente su vida trabajando en costura.
Eran conocidas por “las Papagayas”. Semejante apodo provenía de que, entre las macetas y canarios del balcón, se hallaba un papagayo de tal lengua y tal entendimiento, que era una maravilla en su género. Pronunciaba admirablemente las palabras “¡qué rico!, ¡qué risa!, Rosita, Ricardo, Rosario, ¡cobarde!, ¡fea!, ¡valiente!, ¡rabia, no te quiero!”, y otras por el estilo. Era el pájaro el encanto de los vecinos, y en particular de los oficiales de la sombrerería de enfrente.
Aun cuando la advertencia sea tonta, debemos declarar que al buen loro le pasaba lo que a los jugadores de monte o de ruleta, es decir, que acertaba o no acertaba. Al pasar un pobre ciego o un aguador, por ejemplo, les espetaba un “¡qué bonita eres!”, y al ver a dama elegante, en vez de piropo, solía soltar una grosera voz o palabrota que no venía a pelo. Y el público, sin embargo, aplaudía al loro, lo mismo en sus aciertos que en sus disparates. Y lo más estupendo del caso es que no solamente las mujeres sino los mismos hombres parecían estimar los requiebros del loro, y ofenderse o no agradarles las desvergüenzas que espetaba. ¡Tal es la debilidad de la raza humana!
***
El coronel Ruiz, que llevaba seis u ocho meses de guarnición en Sevilla, era militar bizarro y cumplido caballero. Se había portado noblemente en la primera guerra carlista, ganando todos los ascensos con la punta de su espada, por cuya razón ostentaba en el pecho la cruz laureada de San Fernando. Su esposa doña Rosario, malagueña arrogante moza, escuchó al atravesar la calle de Francos, cierta voz chillona que repetía: “¡Rosario, Rosario!”; y al volver instintivamente la cara, le agregan: “¡Fea, fea!”
La dama se puso roja como la grana. Una pobre mujer del pueblo trató de serenarla, diciendo: “Señora, no haga usted caso, que usted es muy guapa, y quien habla es ese maldito loro que, según las cosas que dice, debe de tener a los mismísimos demonios metidos en el cuerpo”.
Cuando la coronela llegó a su casa, llena de irritación y enojo, y refirió la aventura al marido, éste soltó una carcajada diciendo enseguida: “Mujer, no seas estúpida; ni los loros saben lo que dicen, ni tú tienes nada de fea. Ríete de la ocurrencia como yo me río”.
Al poco tiempo pasó el coronel Ruiz por la consabida calle, y al sonar las voces de “¡melitar, melitar!”, recordó el suceso de su consorte; y echando una mirada despreciativa al balcón de las Papagayas, se sonrió siguiendo su camino adelante. A los pocos días llegó intencionadamente al mismo sitio, y entonces, entre otros graznidos y palabras, resonaban con la mayor claridad las de “¡melitar… cobarde…, cobarde…, cobardeee!”
Y aquel hombre, que no temía ni a los hombres ni a las balas ni a los grandes peligros, se estremeció y palideció. Su razón y su serenidad le hicieron comprender en el acto que mostrar enojo y sacar la espada para un loro, sería aventura casi igual a la de Don Quijote con el retablo de maese Pedro. Cuando el coronel relató a su esposa lo ocurrido, ésta rompió a reír diciendo: “Hombre, no seas estúpido; ni los loros saben lo que dicen, ni tú tienes nada de cobarde. Ríete de la ocurrencia como yo me río”.
(Continuará)
(1) Juan Navarro Reverter (1844-1924), político y escritor, fue ministro de Hacienda con Cánovas entre 1895 y 1897. A la muerte de éste, pasó al Partido Liberal, y ocuparía la misma cartera ministerial en otras tres ocasiones. Fue también ministro de Estado, presidente del Consejo de Estado y senador vitalicio (desde 1903).