El 7 de febrero de 1892, el domingo siguiente a la aparición de “Con dos dedos” (véase nuestra anterior entrada), Blanco y Negro publicaba un artículo dirigido al Doctor Thebussem en respuesta a su escrito. Aparecía firmado por el articulista ALDHARA, quien se confesaba “admirador” del asidonense pero que no dudaba en hacerle ver la equivocación de algunas de sus reflexiones (hasta entendía que podían ser fruto de una broma, a las que era tan dado Mariano Pardo) no hurtando expresiones que incluso podían entenderse como una crítica más personal: “Usted, enfant gâté de la buena sociedad…”; “entre tanta dama linajuda, tanto estirado diplomático como usted ha visto comer, ¿no ha encontrado incorrecciones… que tachar?”; “usted, docto Doctor, que halla fácil solución a todos los problemas…”
ALDHARA proponía que las aceitunas se tomaran con los dedos o con el tenedor dependiendo de las circunstancias; que se permitiera, al menos a los comedores de carne, llevar el cuchillo a la boca; que se emplearan tenedor y cuchillo, mejor que los dedos, para comer los espárragos de Aranjuez… En cualquier caso, que se obrara en el comer atendiendo a cada situación particular. El escrito no tiene desperdicio.
Con el deleite que me produce siempre la lectura de cada artículo de los que nos regala su galana pluma, he saboreado el que titula “Con dos dedos”, publicado en el número anterior de esta revista, queriendo investigar si la forma humorística, al par que docta, encierra un consejo, o si ha vestido usted una guasa de las que se gastan en esa bendita tierra de Dios y de María Santísima, con el rico manto de su vastísima erudición y castizo estilo.
¡Cómo, Doctor! ¿Con dos dedos? Eso es según el caso, y aun la casa. Una dama elegante como la que presenta el distinguido dibujante encargado de ilustrar el artículo que usted firma, no puede desvirtuar el perfume de que sus dedos están impregnados con el olor del aliño de tan sabroso fruto. Por eso, sin duda, se desterró la rancia costumbre de que los invitados obsequiaran a la señora de la casa con una oliva que le presentaban en las puntas de su tenedor y que era difícil aceptar sino con los dedos. Y también, sin duda, para evitar éste y otros inconvenientes, no se ponen los entremeses en la mesa que rodean numerosos convidados. Los pasan los sirvientes, en una bandeja, siempre de plata, y en primorosos platillos colocados: van entre ellos las aceitunas… ¿Quién se atrevería a sacarlas de aquel elegante nido con los dedos, ante la vista de los criados, que las tomarán por ese procedimiento en la cocina? Y, sin embargo, Doctor, entre horas, cuando es un capricho, una gourmanderie, esa misma encopetada señora las coge con dos dedos y se los limpia en su diminuto pañuelo.
Por este y otros ejemplos dije a usted que según el caso; y sin que sea mi ánimo discutir con usted, le diré que no estoy conforme en lo de que no se pueda, en ningún caso, llevar el cuchillo a la boca. ¿Condena usted a eterna zurdería a los que comen carnes solamente?
Usted, Doctor, es de los más autorizados para tratar esta cuestión; usted, enfant gâté de la buena sociedad, ha comido en las mesas mejor servidas de Madrid, como lo prueba su colección de menus y la variedad de preciosos platos que adornan el comedor de su “Huerta Cigarra”, recuerdo todos ellos de banquetes a que usted ha asistido. Entre tanta dama linajuda, tanto estirado diplomático como usted ha visto comer, ¿no ha encontrado… incorrecciones que tachar? Convengamos en que en la mesa, como en ninguna otra parte, se distinguen las personas que son distinguidas per se, como se dice ahora; porque sí, como se decía antes. Y en las que lo son, no está mal hecho, porque saben hacerlo bien, comer, por ejemplo, los espárragos de Aranjuez con tenedor y cuchillo, antes que manchar la satinada pechera o la cascada de encajes con la gota de mayonesa que del lacio manjar se desprende, amén de quemarse los dedos y ensuciárselos por no haberse inventado una pequeña tenacilla con que cogerlos, como la grande para servírselos.
Nada, querido Doctor, con este y otros alimentos sucede lo de aquél a quien daban sólo un huevo para almorzar, dejándole la facultad de elegir, que se reducía a comerlo o no comerlo.
A este último recurso apelan muchos prudentes, prefiriéndolo al de servirse el helado sobre la servilleta de postres colocada en el plato preparado para éstos, como yo vi hacer a cierto marqués, y a otro título de Castilla vi muchas veces inclinar su corpulencia para dominar la copita del sorbete, y abriendo la boca engullir de una vez la pirámide helada.
Estoy conforme en que se conoce la educación, mejor que en ninguna parte, en la mesa. Ya hablaremos de esto en otro artículo. Pero no creo que sólo el manejo del tenedor y el cuchillo acredite a las personas. Las hay que ni aun comiendo solas pondrán sus codos sobre el mantel, y las hay que aun acompañadas se chupan el dedo que ensuciaron en la yema del huevo.
Sería del peor gusto hablar en la mesa redonda de un balneario con todos los circunstantes, como se hace en la de una casa particular, y en ésta sería mal visto pasar la servilleta por el plato y cubiertos, como hacen muchos en aquéllas, de lo que se desprende que se obra según y conforme.
Y a usted, docto Doctor, que halla fácil solución a todos los problemas, acudo para que me resuelva el siguiente: ¿Son más felices los esclavos de la etiqueta que llevan a su estragado paladar menudos trozos de foie-gras con el cuchillo de vermeil, o los jornaleros que al sol, y reposando sobre el cascote del derribo que hacen o la piedra que labran, comen en sabroso pucherillo dorado por el azafrán?
Usted y yo conocemos a una dama que tuvo un día antojo de comer el arroz que tenían ante sí los obreros que edificaban su casa, y ellos encantados de la llaneza, se lo ofrecieron.
En el que fue luego el comedor más celebrado por el malogrado escritor Luis Alfonso(1), apuró la propietaria el contenido de una cazolilla del amarillento manjar, y muchas veces después en suntuosos banquetes ha recordado con gusto el primer festín de aquella habitación.
Concluyo, y por no hacerlo con la forma que usted con tanta gracia ridiculiza, en su artículo titulado “Fórmulas”(2), lo haré con una gran verdad:
Su admirador,
ALDHARA.
(1) Se refiere al periodista y crítico de arte, muerto hacía sólo unos días, Luis Alfonso y Casanovas (Mallorca, 1845 – Madrid, 18 de enero de 1892). Monárquico y canovista, escribió crónicas de sociedad; fue editor de La Política, La Época y La Dinastía; y llevó la crítica literaria en Revista de España y La Esfera, posicionándose frente a la corriente naturalista. Escribió Azul, amarillo y verde, novela tricolor (1874), El guante (1886), Historias cortesanas (1887), etc., y fue corresponsal de Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán o José María de Pereda, entre otros. Clarín lo ridiculizó en varios de sus artículos.
(2) El artículo, escrito por Thebussem el 27 de julio de 1886 y dedicado a don Marcelino Menéndez y Pelayo, propugnaba el uso de la fórmula “que le besa la mano”, en lugar de “que besa su mano”, al final de las cartas ya que esta segunda podía prestarse a doble interpretación, y la primera contaba con la apoyatura de las Autoridades de la lengua castellana.
ALDHARA era por entonces un habitual colaborador del dominical Blanco y Negro en el que había publicado artículos satíricos como “Escenas de viaje”, en el que ridiculizaba la moda de viajar aunque para ello hubiese que empeñarse; “Los nocturnos”, contra los gorrones de cabeza vacía y narcisistas que frecuentaban la noche de la ciudad; o cuentos en verso, “Entonces como ahora”… Pero, ¿quién se escondía tras este seudónimo? El 30 de septiembre de 1907 ABC publicaba la reseña sobre la muerte de doña María Pilar León y Llerena, viuda de don Juan García de Torres, “ilustre hacendista que fue inteligente director de Propiedades e Impuestos e Intendente de Filipinas”; “hermana del distinguido hombre público don Eduardo León y Llerena”; y madre política del director de ABC y Blanco y Negro Torcuato Luca de Tena. “Madre amantísima” y dama caritativa, había dedicado su vida “a la práctica del bien”, y en el momento ejercía como presidenta de los talleres Santa Rita, que se ocupaban de llevar ropa y socorros a los desamparados. Añadía:
Su gran cultura y exquisito gusto literario se demostró no sólo en la elección de las obras que leía sino en la producción de trabajos correctísimos e inspirados, en los cuales se revelaba la nobleza de su carácter. Ocultando su nombre con el seudónimo de Aldhara, escribió en Blanco y Negro artículos en los cuales los lectores de esta revista pudieron admirar las delicadezas de su ingenio sutil y las gallardías de una cultura sólida. Pruébanlo, entre otros trabajos, sus cuentos “Los funerales del tío”, “El astro del petróleo”, “Peneque”; sus crónicas “Modas fugaces y modas eternas”, “Escenas de viaje”, “Los nocturnos”; y su poesía “Entonces como ahora”. Precisamente en el momento de escribir estas líneas tenemos a la vista un álbum de los tiempos de su juventud en el que, al pie de hermosas composiciones, se ven estampadas las firmas de los principales escritores, poetas, pintores y músicos del siglo pasado, que así ofrendaron a su talento y a su belleza.
El 1 de octubre de 1907 publicaba El Globo una reseña sobre su entierro en términos semejantes. Y el 21 de enero de 1927, con motivo de la exposición del ajuar de novia de su nieta María del Pilar Luca de Tena y García Torres, decían los "Ecos de Sociedad" de ABC que la joven era “fiel retrato físico y moral de su abuela, la inolvidable señora…, cuyo recuerdo perdurará siempre entre los que tuvimos la suerte de tratarla, apreciando sus grandes dotes de inteligencia y de bondad, unidas a una belleza muy atractiva”.
María Pilar León había nacido el 17 de junio de 1834, y era hija de Esteban León y Medina y Valentina Llerena. Su única hija y también escritora, María de la Esperanza, contrajo matrimonio el 2 de julio de 1890 con Torcuato Luca de Tena y Álvarez Ossorio, primer marqués de Luca de Tena.
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