El Rosario de la Aurora, grabado a partir del cuadro de José García Ramos del mismo título, aparecido en La Ilustración Española y Americana en el número de 8 de julio de 1884 |
Cómo se acabó en Medina el Rosario de la Aurora,
por el Doctor Thebussem (VIII)
Pedro Laurenciano, uno de los principales personajes de la presente historia, era un pobre huérfano, criado desde la infancia por los padres de Alonso de Beas. Pedro era hábil por extremo en el oficio de escribano, y solicitaba por medio de un su pariente que lo nombrasen para el desempeño de semejante cargo. Cuando le avisaron que iba a ser elegido, dijo a sus padrinos estas palabras: “Yo amo a vuestras mercedes más que si fuesen mis padres, y a Alonso de Beas más que si fuese mi hermano; deseo que Alonso sea el cartulario de Medina Sidonia; allá nos iremos ambos; yo trabajaré, y él no hará más que firmar y cobrar lo que se gane; no tenéis que agradecérmelo, pues sabéis que toda mi ambición se reduce a adquirir algunos ducados para irme a las Indias, y no a pasar la vida entre papeles y escrituras”. Semejante rasgo de confianza y de gratitud, que llenó de entusiasmo a la familia, nos da la clave del regalo de doña María, a quien constaban tales pormenores y antecedentes.
Pedro Laurenciano, pues, se embarcó en Cádiz en un galeón, y después de mil contratiempos y adversidades, llegó al Perú. De año en año recibía Alonso de Beas largas cartas con menudas noticias de la vida y negocios de su querido amigo. Las granjerías de éste prosperaron tanto, gracias a su talento, penetración y astucia, que a los pocos años envió mil pesos ensayados, para que con ellos se fundase una capellanía con obligación de doce misas al año aplicadas a las ánimas benditas, y una hermosa joya de oro y perlas para doña María ―”pues no puedo olvidar ―consignaba― que a vosotros os debo toda mi felicidad y mi ventura”.
Alonso le contestó que él tenía determinado también dotar otra memoria de misas semejante, y que agregando por su parte suma igual, se haría un cuerpo de ambas cantidades, poniendo la obligación de veinticuatro misas, o sea, doce por la intención de cada fundador; que doña María estimaba mucho su joya, la cual, después de usarla en vida, sería legada a Nuestra Señora del Rosario; y, por último, que la gratitud era mutua y recíproca, “puesto que si vos ―le decía―, eximio amigo Pedro Laurenciano, no hubieseis hecho el artificioso disfraz con cuyos cuernos e aparato fingisteis tan bizarramente el TORO NEGRO en aquella madrugada, e simulasteis de antemano en mi brazo la herida que engañó la pericia del cirujano, pasando luego todo lo que sabemos, quizá no se hubiera verificado mi casamiento con doña María, ni vos e yo nos halláramos hoy, gracias a la Divina Providencia, colmados de prosperidad y bienandanza”.
(Continuará)