Preparando el Rosario, José Rico Cejudo, Ayuntamiento de Sevilla |
Cómo se acabó en Medina el Rosario de la Aurora,
por el Doctor Thebussem (V)
Antes de las cuatro de la madrugada del día dos de octubre se hallaban reunidos los sesenta y tantos cofrades de las Ánimas en la ermita de Santa Catalina. Los muñidores arreglaron las luces, tocaron las campanillas y distribuyeron las insignias. Arrodillados en la iglesia, rezadas algunas oraciones y comenzado el Rosario, se puso en marcha la procesión. Precedíala una cruz de madera negra, seguía después el estandarte de las Ánimas, y luego el pendón de la Virgen, que por su peso y balumbo necesitaba el amparo de un tahalí y el auxilio de ambas manos. Ocho limpios faroles, grandes como castillos, que por su hechura y número de vidrios semejaban labor morisca, colocados en pértigas de madera, rodeaban y alumbraban las citadas insignias. Casi todos los cofrades llevaban cubierta la cabeza, y aun parte del rostro, con lienzos o capirotes; muchos, por penitencia, iban descalzos. El sentimiento religioso de aquella reunión se veía y se tocaba al contemplar su parte material y externa. La oscuridad y el silencio de las calles; la niebla que reinaba en la atmósfera; el paso mesurado de la comitiva; el son de los fagotes y la voz dulce y grave del rezo, daban a la ceremonia un realce y sabor cristiano mucho más marcado y característico que el de las fastuosas procesiones hechas en mitad del día con acompañamiento de músicas y de imágenes cubiertas con paños de oro, adornadas de perlas, diamantes y esmeraldas.
Hallándose el Rosario en la calle estrecha y tortuosa que entonces llamaban del Jaujar y hoy dicen de Tintoreros, se notó una especie de movimiento extraño que puso en alarma a los que iban a la cola de la procesión. Cuando el desconcierto y la curiosidad comenzaban a nacer, se oyó un fuerte mugido y se advirtió la aproximación de un bulto negro, que caminaba a paso ligero. Los cofrades más cercanos al peligro dieron la voz de alarma, gritando: “¡Un toro...!¡Un toro...!¡Apagad los faroles!”
La consternación fue horrible. Unos huyeron, otros se ampararon en las jambas de las puertas, y otros asaltaron las ventanas. El licenciado Osorio se disponía a soltar el pendón que le quitaba todo linaje de defensa, cuando afortunadamente pudo recogerlo Alonso de Beas. Los que huían del cercano peligro atropellaron en la fuga al corregidor, que cayó junto a un farol cuya vela continuaba ardiendo. La fiera, atraída por la luz, se lanzó a ella. Alonso de Beas, sereno, ágil y valiente, como aquellos soldados cristianos que no temían a un enjambre de moros; Alonso de Beas, con el pendón en la mano izquierda y el ferreruelo(1) en la derecha, llamó a l toro, que se hallaba a punto de destrozar al juez, y consiguió darle salida. El animal tomó la calle abajo, corneando de pasada un capirote que halló en el suelo y rompiendo por completo las celosías de una ventana.
Sálvese quien pueda, José García Ramos, Colección particular (Sevilla) |
Cuando los vecinos abrieron las puertas, sacaron luces y trataron de prestar socorro, comenzaban a llegar los fugados. Las desgracias tuvieron alguna importancia: dos cofrades con daño en la frente, uno por haberse caído y otro por chocar con una esquina; el corregidor, con la oreja, carrillo y hombro derecho magullados por las pezuñas del toro; Alonso de Beas, con una larga pero somera herida en el antebrazo, hecha por el cuerno de la res, y por último, tres o cuatro faroles destrozados. Las víctimas fueron curadas de primera intención con vendas y paños de vinagre, y luego conducidas a sus casas. En Juan Godínez, hombre octogenario, portador de la cruz, se verificó un milagro patente. De rodillas y abrazado a la sagrada insignia, esperó el peligro; el toro llegó junto a él, lo olfateó, y pasó de largo sin tocarle. Así lo mandó pintar en una tabla de cedro que, con su correspondiente rótulo, se colocó en el altar mayor de la ermita de Santa Catalina, donde a los pocos días se celebró solemne función de desagravios con elocuente sermón de fray Pedro del Carmen, en el cual demostró que la causa de aquellas desgracias eran los pecados de los hombres, concluyendo con fervorosa exhortación a la virtud, al arrepentimiento y a la penitencia. De la manera que dejo reseñada fue
Cómo se acabó en Medina
El Rosario de la Aurora
(Continuará)
(1) "Capa más bien corta, con solo cuello sin capilla", DRAE.