domingo, abril 22, 2012

Thebussem (XIV)


Mesa del banquete dado en honor del Príncipe de Gales en Madrid, La Ilustración Española y Americana (1876)
"¿Son flores o no son flores?"

En el número 1 de la revista ilustrada Blanco y Negro, que publicaría ABC cada domingo para ocuparse de “vida moderna, teatros, poesías, artículos festivos, música, ecos de sociedad, sección recreativa, concursos con premios, caricaturas, costumbres y modas”, figuraba entre los “distinguidos literatos” encargados de su redacción nuestro Doctor Thebussem. A su lado aparecían nombres como Ramón de Campoamor, Mariano de Cavia, Francisco Flores García, Salvador Rueda…; y entre los que serían autores de los dibujos para los fotograbados encontramos a Benlliure, Butler, Pla o Sorolla, por mencionar a algunos.

La primera colaboración de Thebussem apareció en el número 2 (17 de mayo de 1891), entre las páginas 25 y 27, y fue un artículo de cierta extensión dedicado a Ángel Muro –cuyo escrito “La cocina” se había publicado en el número 1–, titulado “Son flores o no son flores”. Firmado sólo unos días antes (5 de mayo) y remitido a la redacción por correo en papel timbrado con la imagen ficticia de la Huerta de Cigarra, que la revista decidió reproducir encabezando el escrito, nuestro Doctor ejerce como el ya reputado gastrónomo que era para, con un elegantísimo discurso no exento de su peculiar gracejo, oponerse a la costumbre que se había instaurado en los banquetes de llenar la mesa con exornos florales que, en su opinión, embotaban el olfato y privaban de la mejor apreciación de los manjares. El Quijote, libro de cabecera del asidonense, no falta a la cita.

Encabezamiento del artículo de Thebussem en Blanco y Negro (17 de mayo de 1891)
Mi querido don Ángel:

En los periódicos de Madrid correspondientes a la pasada cuaresma de este año de 1891, he leído “que las costumbres establecidas en España desde remotos tiempos, exigen que las damas vistan trajes serios en armonía con la época de recogimiento y oración que atravesamos; que la tela más propia es el cachemir de la India, en negro o color gris acero; que la falda recta de media cola es muy propia, con dos quillas de pasamanería muy estrechas y cerradas por botones en ambos lados; que la chaqueta debe ser de aldetas… y, por último, que una capotita de pasamanería completa ese gracioso atavío que no se separa de los límites de la más estricta sencillez y buen gusto”.

Creo, amigo mío, que una mujer guapa y elegante, ataviada con las ropas que acabo de señalar; una dama vestida de vigilia, que digamos, puede gustar tanto o más que cualquier señora de día de carne, o sea, con vestimentas apropiadas a otra época diversa de la de recogimiento y oración que atravesábamos en el período a que el cronista se refería. No dudo que V. apoyará la sensata o insensata opinión que acabo de apuntar, y que, a mi parecer (y sin duda al del filósofo de la estricta sencillez y buen gusto), no tiene vuelta de hoja.

Vamos a otro punto que no hallo tan claro como el anterior, y para el cual solicito la opinión de V., jurando someterme a ella y acatarla como si se tratase de ley votada en Cortes y sancionada por la Corona.

Hablando de banquetes, dice otro escritor cortesano lo siguiente:

“La costumbre de colocar junto a cada cubierto un bouquet, que luego adorna el ojal del frac que los hombres visten, o se prende al cuerpo de las señoras, resulta siempre muy agradable y delicada”.

No sé si estar conforme con que la costumbre sea delicada: démoslo de barato. Lo de agradable es lo que no entiendo.

Sin estudiar medicina ni leer a Brillat-Savarin, se saben las relaciones que median entre el olfato y el gusto. Ni los gatos ni los borricos comen lo que no les huele bien, confirmando así la sentencia de ser las narices el centinela avanzado del paladar.

Es punto tan trillado el que se relaciona con los olores, que serán pocas las personas que no hayan conjugado los verbos oler, oliscar, olfatear, husmar, husmear, ventear, etc., cuando ha convenido a sus miras o intereses.

Y supuesto que de cosa vulgar se trata, atestiguaré con el libro más vulgar que conozco para advertir la relación que tiene o debe tener el olor con la cosa o persona de quien se trate.

Al volver Sancho Panza de llevar la carta para Dulcinea, le preguntó Don Quijote: “Cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática…, un tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero?” Sancho contestó que no había sentido más que un olorcillo algo hombruno, por hallarse la dama sudada y correosa.

A los caballeros andantes los untaban con olorosos ungüentos, les vestían camisas de cendal olorosas y perfumadas, y les echaban a manos agua de ámbar y de olorosas flores destilada.

De ámbar era el coleto de Cardenio, circunstancia que hizo entender a Don Quijote que persona de tales hábitos no debió ser de ínfima calidad.

Juan Haldudo el Rico daba tal importancia a los buenos olores, que prometió pagar la soldada al mozo Andrés con aquellos reales sahumados, del cual sahumerio le hizo gracia Don Quijote.

Éste y el escudero afirman que los demonios huelen a piedra azufre y a otros olores hediondos, por no ser posible que ellos huelan a cosa buena trayendo al infierno consigo.

En aquella ocasión en que ciertos vapores de Sancho llegaron a las narices de su amo (que tan vivo tenía el olfato), dijo éste que le olía, y no a ámbar, y que se retirase tres o cuatro pasos allá… porque peor era meneallo.

Al soldado, entendía Don Quijote, mejor le está el oler a pólvora que a algalia.

Sancho, al ser acogido por los cabreros, se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban; y cuando era gobernador, debió de oler el platonazo que estaba vahando y que le pareció olla podrida, en la cual no podría dejar de topar alguna cosa de gusto y de provecho.

Como anuncio de las bodas de Camacho, llegó a las narices del escudero un tufo y olor harto más de torreznos asados que de juncos y tomillos, y advirtió que fiestas que por tales olores comenzaban, debían de ser abundantes y generosas. Y cuando, acompañado de Tosilos, dio fondo al repuesto de las alforjas, ambos “lamieron el pliego de las cartas sólo porque olía a queso”.

Aseguraba Don Quijote ser el buen olor “cosa que deleita y contenta”, y por dicha causa sin duda lo que más deploró en la transformación de Dulcinea, fue que los encantadores le quitasen lo que era tan propio de las principales señoras, “que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores”. Y Sancho, conformándose con la opinión de su amo, dijo que debía bastar a tales bellacos mudar las perlas de los ojos en agallas alcornoqueñas, sus cabellos de oro en cola de buey y todas sus facciones de buenas en malas, sin que se le tocara al olor, pues por él podría sacarse lo que estaba encubierto debajo de aquella corteza.

En fin, lo que al buen Quijano le “encalabrinó y atosigó el alma”, fue el tufo de ajos crudos que despedía Dulcinea; tufo tan repugnante para él, que entre los consejos que dio a Sancho se cuenta el de que no comiese ajos ni cebollas, para que no sacasen por el olor su villanería.

Semejante odio a tales liliáceos me parece que debe entenderse con su cuenta y razón, puesto que predicar es una cosa y dar trigo es otra. En el capítulo diez de la parte primera se refiere que amo y mozo se alimentaron en buena paz y compañía con la pobre y seca comida de queso, pan y cebolla, o sean las viandas rústicas tan apropiadas a los caballeros andantes, que lo más del tiempo de su vida andaban sin cocinero por las florestas y despoblados.

En otra ocasión apeteció Don Quijote una hogaza de pan y dos cabezas de sardinas arenques, más que cuantas hierbas describía Dioscórides, aunque fuese el ilustrado por el Doctor Laguna.

Tenemos pues que al manchego lo que le molestaba, repugnaba e incomodaba, es lo que a todos nos incomoda, repugna y molesta; es decir, la contrariedad entre lo que el entendimiento calcula y la realidad presenta. Creyó con toda justicia que Dulcinea debió oler a princesa, y por esta causa le encalabrinó que oliese a ajos, como le hubiese encalabrinado que oliese a vino, queso o bacalao.

Si alguno de aquellos pequeños diablos de que habla Balzac se entretuviese en cambiar los olores, todos recibiríamos con frecuencia sorpresas parecidas a las de Don Quijote. Si V., amigo don Ángel, compra –por ejemplo– un tarro de pomada y le huele a roquefort, tira V. la pomada; y si el roquefort huele a tabaco, tira V. el queso; y si los cigarros huelen a chocolate, tira V. los cigarros; y si el chocolate huele a jamón, tira V. el chocolate; y si el jamón huele a agua de Colonia, tira V. el jamón, etc., etc., sin que de ello se deduzca que sean malos, sino por el contrario muy agradables, los olores del queso, del tabaco, del chocolate, del jamón, del agua de Colonia, etc., etc.

Y si esto es cierto y lo es también la relación gastronómica que, según indiqué arriba, media entre el olfato y el gusto, comprenderá vuesa merced cuánto me desagrada mezclar el aroma de las flores con el aroma del consommé. Los alimentos tienen los perfumes especiales que entran en su composición y aliño. Mezclar olor de rosas, claveles y violetas, con salmones, perdices y chorizos, me parece tan absurdo como ceñir pistolas a un Santo Cristo: es trocar los frenos y decir:

UNA SOBREMESA DE PINO PINTADO,

en vez de

SOBRE UNA MESA DE PINTADO PINO…

En buen hora que adornen el comedor cuadros, tapices y esculturas que representen flores y ramos; que la vajilla y mantelería también las luzcan; que sean floridos los relieves de la porcelana y los adornos de las cucharas, bandejas, tenedores y cuchillos. Con todo esto, y con que las damas que asistan al banquete sean por su belleza verdaderas flores, me conformo y lo aplaudo.

Pero como no juzgo agradable lo de las flores olorosas, conste que voto en contra de “la costumbre de colocar junto a cada cubierto un bouquet, que luego adorna el ojal del frac que los hombres visten, o se prende del cuerpo de las señoras”.

Con lo dicho termina la consulta que hace a V. su amigo afmo., q.l.b.l.m.,


Este artículo sería recogido por el propio Mariano Pardo de Figueroa en su Primera ración... (Madrid, Rivadeneyra, 1892) y recientemente se ha editado con anotaciones en nuestro trabajo Dr. Thebussem. Escritos gastronómicos (Sevilla, Renacimiento, 2011).

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