Francisco Amorós y Ondeano, militar, pedagogo y político
La Constitución de Bayona
En los primeros días de marzo de 1810, bien asentado el ejército francés ya en la ciudad, llegaba a Medina Sidonia el primer ejemplar de la Constitución de Bayona, la ley suprema por la que habrían de regirse los territorios del monarca José I. El consejero de Estado y ministro de Policía interino Francisco Amorós Ondeano, que acompañó al Rey en su viaje por las Andalucías para organizar su gobierno, lo remitió junto con una circular, impresa en Jerez el día 1 de marzo, en la que daba cuenta de las ventajas que ofrecía la nueva ley a los españoles.
Amorós, uno de los miembros de la Asamblea de Bayona en la que se redactó la Carta, decía que fue compuesta “libremente y sin sujección alguna”, en un momento en que que la nación se hallaba “abandonada por todos sus príncipes" y sufría las desgracias de "su mal gobierno”. Durante 12 sesiones discutieron los diputados “sin testigo ni obstáculo alguno que oprimiese las demostraciones de su patriotismo y, después de muchas correcciones, quedó concluida la obra más perfecta y completa que se conoce en todos los estados constituidos de la Europa”.
Es falso, pues, todo lo que se ha dicho sobre que no tuvimos libertad y que por esta razón era el pacto nulo, y confieso que ningún suceso de mi vida me ha llenado de más gloria y contento que aquél en que me consideré uno de los individuos que habían tenido parte en tan digna y patriótica empresa.
En su opinión, por engaños de hombres perversos, se estaba haciendo injustamente la guerra a los franceses, los mismos que habían favorecido la existencia de tan deseada Constitución. El estado presente de la nación sería mejor si se hubiese dejado obrar al rey José, este nuevo Tito “que no se contenta, como el antiguo, en hacer cada día un hombre feliz, sino que quiere hacer muchos muchos".
La lectura del texto convencería a todos de que sólo se pensaba en la "felicidad" del pueblo y en su progreso. Se respetaba la religión católica, se afianzaba la sucesión de la corona, se arreglaba la regencia del Reino, se dotaba a la corona con rentas fijas y al rey con un salario, sin que pudiera abusar del tesoro público ni malversar las rentas que producía el sudor de sus vasallos, como sucedía antes; quedaban arreglados los oficios y empleos de la Casa Real, y creados otros ministerios nuevos que producirían mejor orden en el despacho de los asuntos, evitándose el desacierto que provocaba el despotismo de un favorito; se creaba el Senado, "que ha de ser el palacio de la Libertad individual y de la imprenta"; un Consejo de Estado, "tan diferente del antiguo como es la ociosidad del trabajo"; se establecían unas Cortes "respetabilísimas", que recobraban los antiguos derechos que les habían usurpado los soberanos, y con facultad de formar leyes cimentadas en el interés de los ciudadanos; las posesiones de Ultramar gozarían de las mismas ventajas que las peninsulares; el orden judicial quedaba afianzado en los principios de unidad, independencia y confianza, instituyéndose por vez primera tribunales de conciliación que habían de evitar las ruinas de muchas familias; se aseguraba la buena administración de la Hacienda Pública, garantizándose los créditos del Estado y evitándose la bancarrota que ya se sufría en el anterior gobierno; se suprimían las aduanas interiores, que tanto perjudicaban al fomento de la agricultura y la industria; se igualaba el sistema de contribuciones y se suprimían los privilegios particulares; quedaba abolido el tormento y dulcificada la pena de prisión...
Sólo falta que, penetrando este pacto sagrado desde el palacio más suntuoso hasta la más humilde choza y conociendo todos el grande interés que tienen en observarlo y en venerar a un Rey que lo merece por tantos títulos, contribuyan a la pacificación general de la monarquía, se aprovechen de la amnistía que generosamente les ha ofrecido S. M. y hagan cesar las calamidades de una guerra funesta, impolítica y que ya podemos graduar de parricida.
Amorós se preciaba de haber tenido desde el primer momento un mismo pensamiento, pero no por esto se consideraba mejor que los españoles que habían seguido el partido contrario, pues estaban engañados creyendo defender una buena causa. Muchos de ellos habían comprendido ya que se encontraban en un error, y saludaban con agrado al benéfico nuevo rey.
Ahora todos le aman, todos nos hemos uniformado en nuestras opiniones, y todos somos y seremos buenos españoles, olvidando pasados resentimientos y enemistades, y dando solo abrigo en nuestros corazones a la más cordial fraternidad. Dichosos aquellos que han visto llegar esta época de gloria y felicidad y que han podido abrazarse como buenos hermanos, y presentar al piadoso soberano que nos ha deparado la Providencia el hermoso espectáculo de ver reunidos los españoles como una misma familia y con unos mismos sentimientos de amor, respeto y gratitud a su augusta persona.
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